Para hacerte una idea aproximada de lo que fue el Palacio Chávarri deberías sacar del edificio a todos los funcionarios, guardias, ordenadores, archivos y cajas de clips que hoy lo abarrotan, y en su lugar meter una docena de criados, un caballero con mostacho y una señora de porte estirado y blusa de encaje.
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Para hacerte una idea aproximada de lo que fue el Palacio Chávarri deberías sacar del edificio a todos los funcionarios, guardias, ordenadores, archivos y cajas de clips que hoy lo abarrotan, y en su lugar meter una docena de criados, un caballero con mostacho y una señora de porte estirado y blusa de encaje.
Después, deberías subirte a la máquina del Tiempo y pedalear hasta 1892 para ver cómo el terreno que hoy ocupa la Plaza Moyúa se convierte, enterito, en el exuberante jardín de la mansión de Víctor Chávarri; y cómo él contempla, desde lo alto, su exhibición de fortuna y poder.
Edificios como este del arquitecto belga Paul Hankar, construidos para apabullar, fueron ocupando el centro de las grandes ciudades de Europa y Norteamérica, mientras los cinturones de esas mismas ciudades se llenaban de fábricas, humo, hollín y miseria. De ahí venía la riqueza de los burgueses deseosos de destacar, y en un pináculo del propio Palacio Chávarri se deja constancia de eso mismo con un martillo y un pico grabados en la piedra.
Pero Víctor Chávarri se había enriquecido con mil cosas distintas: el ferrocarril, las minas, los barcos, los negocios inmobiliarios y otro montón de proyectos que, naturalmente, había apuntalado con algunos cargos políticos y la pertenencia a La Piña, un poderoso grupo que hacía y deshacía en las altas esferas bilbaínas.
En el momento de dar forma de casa a su arrollador éxito, Chávarri quiso inspirarse en la arquitectura flamenca del siglo XV. Y es que aquellas tierras y aquellas épocas habían tenido mucho que ver en la prosperidad de los comerciantes de Bilbao, que enviaban a Amberes y Londres barcos cargados de hierro y lana. El mismo Víctor había estudiado en Lieja y allí se había graduado como ingeniero en 1878.
En realidad, hacía pocos años de aquello. Su ascenso había sido meteórico y ya se había asegurado un lugar en la Historia de la sociedad vasca y unas cuantas estatuas que lo recordasen.
Pero esta historia acaba mal, porque el opulento Víctor Chávarri apenas pudo disfrutar de su enorme mansión: murió a los cuarenta y seis años, muy poco después de haberse terminado el edificio que simbolizaba los logros de su vida.