Se dice de Santillana del Mar que ni es santa, ni es llana, ni tiene mar. Pero a ese dicho le falta información sobre lo que sí es la localidad cántabra y nosotros te lo vamos a contar.
Es sabido que los romanos estuvieron por la zona, y también que los musulmanes apenas la pisaron, así que fue en estas montañosas tierras donde los visigodos pudieron tomar aliento y preparar su revancha. Lo malo es que quedan muy pocos restos de aquella primera Edad Media, pero el origen de la villa, al parecer, está en la fundación de un monasterio dedicado a Santa Juliana y erigido allá por el siglo IX, cuando los vikingos se entretenían cada mañanita con incursiones incendiarias y criminales para así empezar el día con energía.
Santa Juliana terminaría derivando en Santillana, y su abadía creció gracias al favor de los reyes y al Camino de Santiago, que pasaba por aquí. Como es lógico, el edificio original se deterioró y la Colegiata que hoy puedes ver es, básicamente, una construcción románica del siglo XII con un maravilloso claustro.
Al topónimo se añadió «del Mar» porque sonaba mejor, y porque el Cantábrico, aunque no se pueda ver desde la villa, está a tiro de piedra. El caso es que, entre los siglos XIV y XVII, Santillana se llenó de casas blasonadas, torres, palacios y todas las cosas propias de una localidad orgullosa de su hidalguía y de la nobleza de sus linajes.
Hoy, caminar por aquí es recorrer un fantástico escenario a caballo entre lo medieval, lo renacentista y lo barroco, que guarda monumentos como el Palacio de Velarde, las casas de los Quevedo o los Polanco, la Torre del Merino o la Colegiata que ya hemos mencionado. En cualquier caso, una experiencia única para los amantes de la Historia, la arquitectura y la belleza sin más.
Todo eso ya lo sabían en el siglo XIX, y la aristocracia de entonces le cogió el gusto a dejarse caer por una villa de tal hermosura y distinción. Pero todavía faltaba el descubrimiento que, en 1879, iba a dar fama planetaria a la zona. Las pinturas de Altamira salían a la luz y el bombazo era mayúsculo al tratarse de uno de los mayores tesoros del arte rupestre a nivel mundial.
Y no es que a Santillana le hiciese falta un atractivo de ese calibre, pero claro, ya que lo habían encontrado, ¡pues habría que enseñárselo al mundo!