Ezcaray no parece un nombre muy riojano, eso está claro. Así que vamos a ver si te desvelamos el misterio…
En la Iglesia de Santa María la Mayor, hecha sobre un antiguo templo románico, encontramos una primera pista para resolver el enigma; porque estarás de acuerdo en que este edificio espiritual tiene más bien el aspecto de una fortaleza, ¿no te parece?
Eso es porque el origen de Ezcaray está unido a la guerra entre cristianos y musulmanes. Los reyes navarros andaban, por el siglo X, muy interesados en repoblar las zonas fronterizas, y en este lugar esa repoblación se hizo con vascones de las montañas alavesas, gente que no se encogía si la cosa se ponía fea. Junto a su coraje trajeron su idioma, y en ese idioma se bautizó a la población. Ezcaray significa algo así como «roca alta», y tiene toda la pinta de referirse a la Picota de San Torcuato, una peña muy reconocible que se encuentra a la entrada del valle.
Además de su emplazamiento, en mitad de estos bonitos paisajes, el pueblo ofrece un casco antiguo interesantísimo y lleno de rincones por los que parecen no haber pasado los últimos quinientos años. En uno de ellos, la plaza de la Verdura, verás la famosa argolla de hierro que simboliza el derecho de refugio, un privilegio medieval que significaba que a cualquier criminal que llegase a la villa y se agarrase de la argolla, no se le podía tocar un pelo.
Pero Ezcaray no solo tuvo importancia en la Edad Media. Entre los siglos XVII y XVIII su industria textil era conocida en toda España, y bien que se nota ese esplendor barroco en el montón de casas nobles que conserva la localidad. El marqués de la Ensenada, un ilustrado con peluca de rizos, fue el artífice de la Real Fábrica de Santa Bárbara, que se dedicó a producir los mejores paños de su tiempo y se mantuvo en funcionamiento hasta mediados del XIX.
Un consejo: Recorre esta encantadora villa y sus calles porticadas con calma y atención, porque en cualquier esquina puede haber algo interesante. Y cuando entres en Santa María la Mayor no olvides buscar la figura del Matachín, un autómata de finales del XVIII que, con casaca y todo, sigue encargándose de dar puntualmente las horas.