Cuando la estructura metálica del Puente de Vizcaya, más conocido como el Puente Colgante, queda a nuestra vista es difícil no pensar en una novela de Julio Verne. Esta maravilla es uno de los poquísimos puentes transbordadores que quedan en el mundo, y harás bien en subirte a su plataforma para sobrevolar, casi mágicamente, las aguas del Nervión.
Aguas que, por cierto, han sido surcadas por incontables navíos, desde los mercantes que iban a Londres o llegaban de Amberes, hasta los primeros acorazados que el mundo tuvo ocasión de ver. En Portugalete se refugiaron, además, personajes tan dudosos como el holandés Adrian Adriansen, cuyo navío, fondeado aquí hacia 1673, tenía toda la pinta de ser un barco pirata de primer orden.
Pero ahora que has llegado a la otra orilla y puesto los pies sobre la tierra, vamos a saltar un par de siglos adelante. A finales del XIX, los bilbaínos que habían conseguido enriquecerse se dieron cuenta de que vivir en esta zona, con sus aires marinos y sus increíbles vistas del Cantábrico, resultaba un poco más agradable que hacerlo en mitad del barullo obrero y respirando humo en el centro de la ciudad.
Así que unos ricos copiaron a otros, Las Arenas se puso de moda y pronto esta orilla del mar fue salpicada por casas señoriales y frecuentada por caballeros de cuello almidonado y damas abotonadas hasta la barbilla. Era la Belle Époque, y Getxo competía con San Sebastián, Deauville y Biarritz en sofisticación, pijerío y glamour veraniegos.
Notarás todo eso mientras subes hacia Neguri y compruebas, además, cómo las casas y las fincas van siendo más y más ostentosas cuanta más altura alcanzas. Y es que los potentados bilbaínos siguieron construyendo en la zona y rodeándose de cosas como las estatuas que flanquean la cuesta, a modo de farolas entre el modernismo y el art decó.
Finalmente, llegarás a Neguri. Esa es una palabra creada para la ocasión por el filólogo Resurrección María de Azkue, y quiere decir «residencia de invierno», lo cual significa, a su vez, que a los ricachones ya no les llegaba con vivir bien en verano. También querían pasar aquí los meses de frío, así que hicieron más mansiones, más jardines y más villas de aire británico que inundaron todo de lujo y poderío.
A día de hoy, esas residencias han quedado escondidas entre casas más modestas traídas por otros tiempos y otras especulaciones urbanísticas. Tendrás que ir descubriéndolas una por una, salvo que prefieras seguir camino del mar dejando atrás el viejo molino convertido en restaurante.
Así te plantarás en el Fuerte de La Galea, una construcción militar que se colocó a la entrada de la ría para tener a tiro a cualquiera que se pasase de listo. Se levantó en 1742, cuando la guerra contra los ingleses tenía entretenida a toda esta zona de la costa, y el ángulo de disparo que le proporcionaba su posición estratégica fue, al parecer, muy útil para disuadir a los barcos enemigos.
Pero el fuerte acabó quedando obsoleto frente a nuevas armas marinas como los monitores, unos pequeños barcos blindados que resultaban muy efectivos a pesar de su aspecto de latas de atún con cañón. Ya ves: también en cuestiones de guerra había que estar a la moda.