Antes de decirte nada acerca del Teatro Arriaga, deja que te contemos un par de cosas sobre el músico al que está dedicado.
Al artista en cuestión, Juan Crisóstomo de Arriaga, le bastaron diecinueve años de vida para pasar a la posteridad y merecer que edificios como este llevaran su nombre. Puede que eso te dé una idea del genio que fue el amigo Juan Crisóstomo y de los motivos que le hicieron ser conocido como el «Mozart español».
Resulta que Arriaga tuvo la misma precocidad que el de Salzburgo y, como él, compuso su primera ópera a los trece añitos. Pero no acaban ahí las coincidencias: si Amadeus había nacido el 27 de enero de 1756, el bilbaíno veía la luz en idéntica fecha, pero cincuenta años más tarde.
Casi parecía cosa del destino que los paralelismos llegaran, también, a la muerte prematura. Pero mientras Mozart pudo alcanzar los treinta y cinco, la tuberculosis se llevaría por delante a Arriaga en 1826, pocos días antes de cumplir los veinte.
A lo largo de esas dos décadas escasas tuvo tiempo para asombrar al mundo como violinista cuando apenas levantaba dos palmos del suelo; para ir a estudiar a París de adolescente; para dejar allí patidifuso a Cherubini; para componer un puñado de grandes obras románticas y para, finalmente, enfermar de los pulmones y juntarle a eso el agotamiento provocado por su frenética actividad.
Toda una biografía, intensa y dramática, y todo un personaje, perfecto para dar nombre a un teatro. Eso debió de pensar la burguesía bilbaína que nadaba en billetes a finales del XIX, y quería levantar aquí grandes y sofisticados edificios que imitaran a los de la capital francesa.
No se puede decir que en este caso se quedaran cortos: el Teatro Arriaga, diseñado por Joaquín Rucoba e inaugurado en 1890, es una construcción neobarroca impactante, muy adecuada para conseguir ese efecto de grandiosidad que los promotores buscaban. Se ha mantenido hasta hoy con pocas variaciones, lo que no quiere decir que no le hayan pasado cosas: sin ir más lejos, el incendio de 1914 o las conocidas inundaciones de 1983 dejaron en él su huella.
En el interior también han ocurrido cosas, pero de otro tipo. Mucho ha llovido desde la fundación, en 1902, del Club de los Doce. Lo formaban bilbaínos con dinero, ganas de diversión y un punto de excentricidad, que debían participar en todo sarao que ofreciese la ciudad. Así que la temporada completa del Arriaga era obligatoria.
El Club de los Doce cobraba a sus miembros doce pesetas anuales y tenía un reglamento con doce artículos. Y nadie podía poner los pies en su palco reservado, al que habían añadido felpudo, diván y escupideras para sentirse tan cómodos como en casa.