Siempre impresiona una buena fortaleza medieval, con sus troneras, sus saeteras y su torre del homenaje, pero quedan realmente pocas con la estampa del Castillo de Javier. Y lo cierto es que faltó un pelo para que no nos llegara nada de él, porque en el siglo XIX estaba bastante cascado. Los propietarios de entonces comenzaron una reconstrucción minuciosa de lo que había sido el viejo baluarte, cuyos orígenes se remontaban nada menos que al siglo X.
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Siempre impresiona una buena fortaleza medieval, con sus troneras, sus saeteras y su torre del homenaje, pero quedan realmente pocas con la estampa del Castillo de Javier. Y lo cierto es que faltó un pelo para que no nos llegara nada de él, porque en el siglo XIX estaba bastante cascado. Los propietarios de entonces comenzaron una reconstrucción minuciosa de lo que había sido el viejo baluarte, cuyos orígenes se remontaban nada menos que al siglo X.
Parece que todo empezó con una torre de vigilancia árabe que, una vez reconquistado el territorio, los cristianos se animaron a ampliar. Se fue convirtiendo en un señor castillo hasta que en 1516 llegaron unos tipos para cargarse un buen trozo de él. Venían de parte del cardenal Cisneros, y el motivo era el apoyo de los de Javier al rey de Navarra, que había perdido en su trifulca con el de Castilla.
Por aquel entonces, un chaval nacido en este castillo, cumplía diez años. Se llamaba Francisco Javier y pocos más tarde fue enviado a París, donde conocería a Ignacio de Loyola y se uniría a la Compañía de Jesús que éste había fundado, tras recibir un tiro siendo militar. Y es que vistos los peligros de la guerra, Ignacio optó por dar un rumbo más pacífico y espiritual a su vida.
Ya sabes que por aquella época solo te daban dos opciones si nacías en un castillo como éste: empuñar el espadón para ir a la batalla o coger un crucifijo y dedicarte a los asuntos eclesiásticos. Francisco lo llevó más allá; tan allá que acabó en los confines del mundo tratando de salvar almas hasta que murió en China, a los cuarenta y tantos, lejísimos del castillo familiar. Y cuenta la leyenda que en el momento de su fallecimiento brotó sangre de uno de los cristos de la fortaleza navarra.
Esa fortaleza tenía la ventaja de ser de piedra y así pudo atravesar los siglos y llegar hasta nosotros. Con unas cuantas reconstrucciones serias, es verdad, pero gracias a ellas podemos hoy recorrer el impresionante lugar y ver cosas como la serie de pinturas murales que guarda en su interior. Atento a las representaciones de danzas macabras con las que el hombre del Medievo reaccionaba, o se enfrentaba, a la inminencia de la muerte cuando alguna epidemia de peste estaba devorándolo todo a su paso.