La verdad es que las vistas del Palacio Real, desde cualquiera de las terrazas que rodean los Jardines de Oriente, merecen la pena y seguramente, lo primero que te ha llamado la atención, además de la grandiosidad del espacio, son las numerosas esculturas, veintiuna en total, que adornan esta espectacular plaza.
leer más
La verdad es que las vistas del Palacio Real, desde cualquiera de las terrazas que rodean los Jardines de Oriente, merecen la pena y seguramente, lo primero que te ha llamado la atención, además de la grandiosidad del espacio, son las numerosas esculturas, veintiuna en total, que adornan esta espectacular plaza.
Si comenzamos por las esculturas menores, decirte que representan a antiguos reyes visigodos y de los primeros tiempos de la Reconquista, así que lo primero que te diremos es cómo acabaron aquí.
La versión oficial dice que estas esculturas neoclásicas, esculpidas por diferentes artistas allá por 1750, debían de decorar las cornisas del Palacio. Todo el proyecto siguió adelante hasta que alguien cayó en el pequeño detalle de que tal vez, solo tal vez, resultaran demasiado pesadas como decoración para la fachada. Ese alguien debió comentárselo a la reina Isabel de Farnesio, esposa de Felipe V, quién ya emparanoiada con el asunto tuvo un sueño, o revelación según ella, que las regias efigies de sus antecesores se desplomaban aparatosamente arrasando con todos y todo cuanto se interponía a su paso…
Así que finalmente, las estatuas se quedaron en tierra y sin destino siendo reubicadas por diversos lugares de la capital e incluso enviadas a los lugares de origen de los monarcas a los que representaban; Burgos, Pamplona, Vitoria-Gasteiz, etc. Y así, de las 44 esculturas iniciales hoy solo podemos ver 20 aqui.
Fijémonos ahora en la más grandiosa de las efigies que, como le corresponde por tamaño e importancia, se encuentra en el centro de la magnífica Plaza: La efigie ecuestre de Felipe IV, el “rey Planeta” por aquello de la extensión de su imperio. Al parecer al rey le apetecía tener una estatua a caballo más impresionante que la de su padre Felipe III y así se lo que dejó caer a su hombre de confianza, el Conde-Duque de Olivares. Éste, ansioso por cumplir los deseos de su rey, no tardó en ordenar a un tal Velázquez un par de bocetos del rey para que fueran enviados a Italia, al taller del escultor florentino Pietro Tacca quien ya había realizado la estatua del rey-padre.
Las instrucciones precisas indicaban que la figura debía de representar al rey montando a un caballo encabritado. La complejidad técnica para crear una escultura en bronce de caballo y jinete apoyada únicamente sobre las patas traseras obligó al escultor a contar con la ayuda y los cálculos matemáticos de un tal Galileo Galilei.
Como buen inventor, Galileo concluyó que la única solución para el buen equilibrio gravitacional del conjunto, era hacer maciza la parte trasera y hueca la delantera, además de utilizar la cola del caballo como tercer punto de apoyo. La idea funcionó tan bien que, además de mantenerse alzada durante más de 350 años, fue copiada a lo largo de los siguientes siglos por numerosos artistas.