Situémonos en el siglo X. Los cristianos intentan, trabajosamente, barrer a los árabes, y una inmensa tierra de nadie es escenario de batallas y refriegas día sí y día también. Poco a poco se van fundando pequeños asentamientos con el fin de ganar terreno, y uno de ellos se iba a llamar Caleruega.
¿Qué es lo primero que se construye en un caso así? Correcto: unas murallas y un buen mamotreto defensivo. Pues el de Caleruega se llamó Torreón de los Guzmán, y lo puedes ver todavía en pie, como un imponente testigo de los tiempos en que nació la villa.
La población fue aguantando el tipo, llegó al siglo XII y entonces ocurrió algo que iba a cambiar para siempre el destino del lugar. Vino al mundo Santo Domingo de Guzmán, un carismático personaje que fundaría la orden dominica y dejaría una enorme huella en la Iglesia medieval.
El sepulcro de la madre de Domingo, Juana de Aza, se conserva en la bonita y románica Iglesia de San Sebastián, y todo parece indicar que fue alguien bastante especial. Dice la leyenda que, cuando su esposo estaba en la guerra, Juana se dedicaba a regalar el vino de la bodega familiar a los pobres, hasta dejarla seca. A la vuelta del señor, los rezos de la angustiada mujer fueron escuchados y, milagrosamente, las cubas aparecieron de nuevo llenas.
De aquellos sorprendentes tiempos también es el Real Monasterio de Santo Domingo, que nació con una donación de Alfonso X a una comunidad de monjas dominicas para que formasen un nuevo convento. Y es que ya ves que en este pueblo histórico, casi todo gira en torno al santo y su familia.
Pero no todo, porque también el mismísimo Cid Campeador pasó por aquí. Se cuenta que las cuevas de la montaña de San Jorge, hoy convertidas en bodegas, servían de refugio a los moros que atacaban la pequeña villa cada dos por tres. Al ver el panorama, el Cid echó mano de su espadón y encabezó el asalto que libró a Caleruega de aquellos molestos vecinos.
El pueblo recuerda a Rodrigo Díaz de Vivar con una estatua ecuestre, a cuyo lado podrás ver un monolito con la figura de una corneja. Resulta que, según el Cantar de mío Cid, el vuelo de esa ave auguró al caballero éxitos en sus andanzas, así que es costumbre poner la mano sobre la imagen de la corneja para atraer la buena suerte. ¡Tú, si eso, prueba y nos cuentas!