Si llegas conduciendo a la capital de España, podrás leer en uno de los puentes que cruzan la M-30 una ocurrencia del poeta Quiñones de Benavente: “De Madrid al Cielo”.
Pero antes de irnos tan arriba, os contaremos que las tierras que ocupa la capital de España aparecieron, o mejor dicho, emergieron del mar hace ya 500 millones de años. En algún momento, cuando las aguas se retiraron de la Península, apareció la meseta castellana, una extensa llanura, con algunas colinas por aquí y por allá. Hoy, los descubrimientos arqueológicos nos hablan de gentes que, entre el Jarama y el Manzanares, se dedicaban a cazar mamuts.
Pero Madrid, como tal, no existe hasta la Edad Media. Hay quien dice que su nombre proviene de la fortaleza Magerit, edificada en el año 856 por el emir de Córdoba. Otros dicen que los árabes pudieron hacerse con un castillo de ese nombre, pero que el nombre ya estaba antes de su llegada, quienes únicamente se limitaron a apoderarse del lugar y deformar el nombre original pasando a ser definitivamente Madrid.
Con el paso de los siglos se han ido superponiendo edificios, parques, plazas y carreteras, que se fueron extendiendo por la colina que iba desde el asentamiento árabe, hoy la entrada hacia la Castellana, por la Gran Vía, así como por otros puntos cercanos que hoy constituyen el centro de la ciudad, o sea, el llamado “Madrid de los Austrias”. A medida que la ciudad crecía, las murallas iban desapareciendo. Primero fue la de los musulmanes, luego la que los cristianos habían construido en el mismo lugar y de la que aun puedes ver los restos de sus cimientos en la Cuesta de la Vega, no muy lejos de la Catedral de la Almudena. De hecho se trata de la construcción más antigua de la ciudad.
Desde que en 1561 Felipe II hizo a Madrid capital de sus Españas (el rey era así, no se conformaba con tener una sola España) ya no hubo más murallas. Ni falta que hacían, porque Madrid tenía todo un imperio alrededor que la protegía y la llenaba de oro, de plata y obviamente de los pícaros que siempre acuden al olor de esos metales preciosos.
Ello permitió a la villa ir creciendo hasta el Prado, que era por donde paseaban los madrileños en tiempos de Felipe II, de Felipe III, de Felipe IV y de todos los reyes que vinieron por orden después. Hasta llegar al ilustrado siglo XVIII y al romántico siglo XIX en el que, entre guerra y guerra, se fueron haciendo nuevas y grandes obras por el lugar. Carlos III que llegó en 1759 desde Italia, quiso poner a la capital a la altura de aquel país tan lleno de arte y estilo. Ahí están para comprobarlo la Puerta de Alcalá, el Palacio Real y sus jardines, las estatuas que lo adornan... pero de todo ello te hablamos en otras audioguías de Hay que ver.
El nieto de Carlos III, Fernando VII, por mal nombre conocido como “narizotas”, entre otros motes que su carácter, digamos..., difícil, le fue ganando, se empeñó en crear uno de los mayores Museos de Arte del Mundo, haciendo realidad el sueño iniciado por su abuelo. Ahí tienes el Museo del Prado desde 1819.
Madrid no paró de crecer ahí. Con el ferrocarril aparecieron las estaciones… y Madrid tuvo varias. La de Atocha y la del Norte, hoy un gran centro comercial.
Esta ciudad también acoge la Puerta del Sol, el kilómetro cero para todas las carreteras del País, la Plaza Mayor, o Barrio de las Letras llamado así porque allí vivieron o estrenaron sus obras grandes como Cervantes, Lope, Calderón...
En 1877, la ciudad llegaba a la cifra de los 400.000 habitantes. Una cifra ideal para que en aquellos tiempos se creara un perfecto caldo de cultivo para enfermedades como la rabia, transmitida rápidamente gracias a la gran cantidad de perros callejeros que deambulaban por sus calles. Y atento!! Resulta que para controlarlos, se les echaban unas morcillas a las que previamente se les había inyectado un potente veneno. Y es de este hecho de donde proviene la famosa expresión “Que te den morcilla” cuando deseas un mal a alguien. Vamos, que no le estás deseando un suculento tentempié ni nada por el estilo; le estás sugiriendo que se coma ¡una morcilla envenenada!
Pero no es la única expresión que aquí ha nacido. El vocablo Gilipollas también tiene su cuna en esta capital. Para saber su porqué, tenemos que retroceder hasta finales del Siglo XVI cuando vivió Don Baltasar Gil Imón, Consejero de Hacienda. Resulta que este individuo tenía dos hijas, Fabiana y Felicia, que dicen rebosaban fealdad y encima debían de ser muy poco espabiladas. Pues bien, la cosa es que Don Baltasar se llevaba estas dos joyas a cualquier evento con el ánimo de que encontraran un buen mozo que las acompañara al altar. Y también resulta que en aquellos tiempos para referirse a las chicas jóvenes se usaba el término “pollas” (una acepción que aún en la actualidad queda recogida por la Real Academia de la Lengua). Y así fue, como, según parece la coletilla de “Don Gil y sus pollas” se fue repitiendo hasta la saciedad y derivando en el término “gil i pollas” que ha llegado hasta nuestros días. Lo que no sabemos es si el bueno de Baltasar Gil logró completar con éxito su tarea…
Hoy, con más de 3 millones de habitantes, grandes y monumentales edificios administrativos, un importante comercio para abastecer a sus vecinos y los miles de turistas que, cada año, pasan por esta ciudad desde la que uno de sus poetas dijo que se subía al Cielo porque ya no se podía ir a otro sitio mejor...
Y para acabar, una de nuestras habituales curiosidades: En esta ciudad podrás encontrar el restaurante más antiguo del mundo!!! Casa Botín, fundado en 1725, y donde el pintor Francisco de Goya, trabajó fregando platos...