Hay expresiones que, por lo que sea, quedan en el idioma por los siglos de los siglos, y todos las utilizamos sin saber muy bien de dónde vienen. Aunque, en el caso de la noche toledana, parece estar bastante claro el asunto de la ubicación.
Seguramente habrás dicho esas dos palabras después de alguna noche horrorosa e interminable. A lo mejor porque tenías un mosquito hiperactivo en la habitación, porque te dolía una muela o porque te habían colado garrafón en la última copa. O sea, que ya tenemos otro dato: la noche toledana no fue algo bueno. ¡Sigamos!
Hay en Toledo una torre que se llama de San Cristóbal, y es lo que queda de una antigua iglesia mudéjar dedicada al santo al que se pedía ayuda contra las pestes. Pues bien, muy cerca de ella, y alrededor del año 800, se dice que tuvo lugar uno de los episodios más bestias y salvajes de aquellos tiempos.
Según la versión más enrevesada de la historia, la ciudad estaba gobernada por un tal Yusuf, un tipo despótico y mal bicho que abusó tanto de su poder que el pueblo terminó por sublevarse y darle matarile. Así que el jefe supremo de al-Ándalus, el califa Al-Hakem, decidió enviar un nuevo gobernador, y mira por donde que fue el padre del muerto quién solicitó el honor.
Amrus, que así se llamaba, prometió ser justo y ecuánime para compensar a la ciudad por las tropelías de su churumbel. Así que se puso al mando de aquella ensaladilla de razas y credos que era por entonces Toledo y, en efecto, la gobernó con prudencia y rectitud durante una temporada. El tiempo suficiente para que los nobles que habían encabezado la revuelta contra su hijo respirasen aliviados y se sintiesen a salvo. Pero no; tal como te imaginas, no lo estaban.
Un día, Amrus anunció la celebración de un espléndido banquete para honrar al hijo del califa, de paso por la ciudad. Y por supuesto, invitó a todos los miembros de la nobleza toledana, que se dedicaron a preparar sus mejores galas mientras la guardia personal del anfitrión sacaba filo a sus armas.
Cayó la noche y cientos de nobles fueron llegando, entre antorchas, al lugar del sarao. Uno por uno, los soldados los condujeron a un lugar apartado donde sus cabezas fueron rebanadas y sus restos arrojados a un foso en el más absoluto de los silencios. Tras decapitar al último de los invitados, y con el foso inundado de sangre y cadáveres, Amrus carraspeó, dio su perfil bueno a la cámara y declaró solemnemente que su hijo ya podía descansar en paz, pues la venganza se había consumado.
Y la verdad es que, después de conocer la historia, o la leyenda, da algo de cosa decir que has pasado una noche toledana por el simple zumbido de un mosquito que no te deja dormir, ¿no?