Seguramente crees que conoces bien el Acueducto de Segovia porque, oye, lo has visto en cantidad de fotos. Pero cuando llegues a la plaza del Azoguejo y contemples in situ los casi treinta metros de altura del coloso, te darás cuenta de que impresiona mucho más de lo que esperabas. Y es que lo de los ingenieros romanos fue una cosa muy, pero que muy seria.
Sin emplear argamasa ni cemento, colocaron los sillares con tal precisión que ahí siguen en pie sus 120 pilares y 167 arcos, después de casi dos mil años. El objetivo, claro, no era hacer más bonita la ciudad, sino traer el agua de un manantial situado en la sierra, a diecisiete kilómetros de nada.
La obra data de la época de esplendor del imperio y probablemente se empezó a principios del siglo II, en tiempos de Trajano o de su sucesor, Adriano. Los dos, mira por dónde, habían nacido en Hispania. En cualquier caso, la maravilla segoviana no se compone únicamente de arcos, sino que es un gigantesco complejo hidráulico con fosos, depósitos, desarenadores y arquetas, que conducía las aguas tanto a cielo abierto como bajo tierra.
Aunque la estampa más impresionante y conocida del acueducto es la que forma a su paso por la plaza del Azoguejo, no deberías conformarte con un selfie en ese sitio. Puedes recorrer todo el trazado que empieza en la Casa de Piedra y llegar hasta el Alcázar, cuyos tramos subterráneos están marcados en el pavimento con placas de bronce.
Es curioso que en la ciudad no se conserven apenas restos romanos visitables y que, en cambio, haya sobrevivido una obra semejante. El secreto está, seguramente, en que el acueducto resultaba tan útil que valía la pena mantenerlo activo. Y así, con alguna reconstrucción como la que ordenaron los Reyes Católicos, fueron pasando los siglos. Pero cuidado, porque también podría ser que su longevidad se deba a algún asunto diabólico.
Según cierta leyenda, el acueducto no es una obra romana, sino demoníaca. Se cuenta que una niña, agotada de tanto subir a las montañas para llenar su cántaro, pidió con desesperación algo que le evitara aquel esfuerzo. El Maligno se presentó y le prometió resolver el problema, pero a condición de quedarse con el alma de la pequeña si lograba terminar antes del canto del gallo. Puso pezuñas a la obra, fue construyendo los arcos vertiginosamente y, cuando solo le quedaba una piedra por colocar, el gallo cantó.
La niña salvó su alma y el Diablo se fue cabreadísimo, pero las huellas de sus garras quedaron marcadas en el granito. Sí, son esos agujeros que la gente toma por señales de los andamios. ¡Ahora ya sabes toda la verdad!