Corría el año 1629 cuando en España reinaba Felipe IV, del que se dice que tuvo unos cuarenta o cincuenta hijos tirando por lo bajo. Los asuntos de gobierno los manejaba el conde-duque de Olivares, y a él se le ocurrió la idea de aprovechar una zona boscosa, en las afueras de la villa, para construir un palacio en el que el rey y su corte pudiesen pasar el rato oyendo cantar a los pajaritos.
Así que ese palacio, que se llamó del Buen Retiro, no era para dirigir ni gobernar, sino para recreo y descanso de su majestad. Y a su alrededor se fueron creando unos jardines en los que, al igual que en el edificio, hubo bastante improvisación. Al parecer, el conde-duque siempre tenía mucha prisa y eso de planificar parece ser que le hacía perder su valioso tiempo.
El caso es que quedó un estupendo lugar para que la realeza se divirtiera paseando a caballo, cazando y montando sus buenas fiestas en los bosques y jardines del entorno. Más de doscientos años duraría todo eso, aunque en el siglo XVIII ya asomaron algunos cambios gracias a las ansias renovadoras e ilustradas de Carlos III. Él dio un impulso al lugar y hasta permitió la entrada del público, con ciertos límites y por supuesto, siempre que se guardaran las reglas del buen vestir. Y así, de esta manera, aquello ya empezó a parecer un parque urbano.
Pero durante la Guerra de la Independencia, las tropas de Napoleón acamparon en El Retiro y aquí se dedicaron a esquilmar, arrasar y arruinarlo todo, pero también es verdad que José Bonaparte, el hermanísimo, permitió que los madrileños tuvieran acceso libre al parque. Al volver Fernando VII mantuvo una parte abierta al público y se reservó otra para sus reales paseos que fue, justamente, conocida como El Reservado.
Tuvo que llegar la Revolución de 1868 para que El Retiro se convirtiera en propiedad del ayuntamiento de Madrid y, ahora sí, en parque público con todas las letras. Durante los años siguientes se emprendieron un montón de obras que añadieron puertas monumentales, estanques y fuentes como la célebre y morbosa del Ángel Caído, colocada en 1885. Uno de los poquísimos monumentos dedicado al Diablo que existen en el mundo. Y que por cierto, casualidad o no, se encuentra a una altitud de 666 metros sobre el nivel del mar.
Aunque el homenaje a Lucifer se ha llevado toda la fama, el parque guarda muchas otras cosas que ver, como el Palacio de Cristal, el monumento a Alfonso XII en el Estanque Grande, el Real Observatorio, la Casita del Pescador o la Puerta de Felipe IV.
¡Así que ya estás tardando en darte un interesante y saludable paseo!