Exagerando un poco, casi se podría decir que la historia de Málaga está resumida en la Plaza de la Merced. De los romanos a los árabes y de Torrijos a Picasso. Pero no nos adelantemos, que aquí hay cantidad de cosas que ver.
Sería cuestión de empezar por lo que está bajo tierra, o sea, los vestigios de un teatro romano que aún permanecía en pie en los tiempos en que los musulmanes invadieron la ciudad. Es por eso que, cuando estos últimos levantaron una muralla y abrieron una puerta aquí, la llamaron Puerta del Teatro.
Y justamente en ella iban a correr ríos de sangre siglos más tarde, durante aquella campaña, más bien agresiva, que los Reyes Católicos pusieron en marcha para reconquistar algunas cosas. Tomada la población, les confiaron esta parte de la ciudad a los monjes mercedarios, quienes en un plis plas construyeron un convento que acabaría dándole a la plaza el nombre que aún hoy conserva.
Pero lo que aportó verdadera vida a La Merced fue la autorización para celebrar un mercado. Un mercado que, mira por dónde, quedaba muy cerca de Cádiz y Sevilla, y por tanto de dos puertos importantísimos en el trasiego comercial entre Europa y América. Eso trajo dinero y vacas gordas a Málaga, cuya prosperidad acabaría reflejándose en la misma plaza y en el aspecto neoclásico que fue tomando desde principios del siglo XIX.
Otro asunto, por desgracia, era el panorama político en la España de esos años: una trifulca permanente entre dos bandos irreconciliables que no se limitaba a un civilizado cruce de insultos en la prensa o en parlamento. Qué va. La historia decimonónica española es una dramática sucesión de revoluciones y contrarrevoluciones promovidas por liberales y absolutistas. Los primeros, partidarios del famoso lema Libertad, igualdad, fraternidad, y los segundos, partidarios del Vivan las cadenas.
Los acontecimientos se sucedieron como un partido de tenis: en 1812 se proclamó la Constitución; en 1814 fue abolida por Fernando VII; en 1820, los liberales volvieron a sacar la cabeza, pero el rey felón se la cortó tres años después ordenando, de paso, ejecuciones por doquier.
Ni ante semejante panorama se encogieron los que reclamaban la libertad. Siguieron conspirando para echar al tirano y siguieron levantándose contra él en un montón de insurrecciones fallidas, una de las cuales es recordada en la Plaza de la Merced: la que encabezó el general Torrijos, fusilado junto a sus compañeros tras caer en una emboscada absolutista.
Sus restos están enterrados en la plaza, y el obelisco erigido en su memoria se plantó en 1842, solo nueve años después de morir Fernando VII. Era una forma de dejar claro que, al final, la victoria pertenecía siempre a los liberales.
Y para acabar, una curiosidad: alrededor de dicho obelisco seguramente jugó muchas veces Pablito Picasso, nacido aquí mismo en 1881. La verdad es que la vida se iba a portar con él bastante mejor que con Torrijos…