Sobre Andalucía existen cantidad de tópicos, y uno de ellos es el de las mujeres de cabello y ojos más negros que la noche. Pero, mira por dónde, resulta que en el pasado de estas tierras hay también personas de piel pálida y mirada verde, o azul, y todo esto tiene mucho que ver con la población jienense de La Carolina.
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Sobre Andalucía existen cantidad de tópicos, y uno de ellos es el de las mujeres de cabello y ojos más negros que la noche. Pero, mira por dónde, resulta que en el pasado de estas tierras hay también personas de piel pálida y mirada verde, o azul, y todo esto tiene mucho que ver con la población jienense de La Carolina.
Corría la segunda mitad del siglo XVIII; el racionalismo se abría paso y quería un mundo más luminoso y menos caótico. Para un monarca ilustrado como Carlos III, los bandoleros que rebosaban por Sierra Morena y se dedicaban a desvalijar a diestro y siniestro, eran un problema terriblemente molesto y una cosa inaceptable. Todavía faltaba mucho tiempo para que el romanticismo pintara una imagen idealizada de aquellos atracadores con trabuco de gatillo fácil, así que por entonces no eran más que un estorbo y un atraso que impedía que la región prosperase.
El rey y sus hombres de confianza cogieron el toro por los cuernos y trazaron un plan: había que repoblar las grandes extensiones vacías de la zona, y había que hacerlo bien, con orden y disciplina, para que así la región dejase de ser un refugio estupendo para los salteadores de caminos.
Pero en España no sobraba gente, así que se las arreglaron para atraer a un montón de colonos de Centroeuropa dispuestos a labrar, criar ganado y ocuparse de las duras labores del campo bajo el sol andaluz. De ese modo fueron fundadas varias poblaciones, y La Carolina se convirtió en la más importante de todas.
Su nombre homenajea al ilustrado soberano que impulsó el proyecto, Carlos III, y echando un simple vistazo a sus calles queda clarísimo qué clase de época y de mentalidad dio a luz un pueblo como este. Su trazado recto y lógico tipo tablero de ajedrez, en las antípodas de los laberínticos diseños de origen árabe, encajaba bien con las ideas de su majestad y con las de tantos otros que creían que el mundo necesitaba una cara nueva.
Con el tiempo, los colonos fueron echando raíces. Las difíciles condiciones laborales se cobraron no pocas vidas, pero las cosas se estabilizaron y todas aquellas colonias terminaron convirtiéndose en poblaciones como las demás, aunque con la huella del pasado reciente bien visible en el aspecto de sus habitantes.
Así que ya sabes: si encuentras por aquí a alguien con pinta de esperar el tranvía para Estocolmo, no te fíes de las apariencias. Puede que sea más andaluz que la Giralda.