Algunas ciudades te muestran su cara y su historia en cuanto pones los pies en ellas, pero Barcelona no es tan parlanchina. Hay que tirarle un poquillo de la lengua y recorrerla con los ojos bien abiertos para descubrir por qué Eduardo Mendoza la llamó La ciudad de los prodigios.
Pero empecemos por el principio: si te dicen que Barcelona es joven, no te lo tomes al pie de la letra; en realidad es antiquísima. Al menos 2500 años antes de Cristo ya hubo quien asentó sus posaderas en este lugar, y tampoco es que nos extrañe: las vistas al Mediterráneo dan un montón de ganas de quedarse.
Surcando esas aguas llegaron algunos de los aspirantes a fundadores de la población. Como pasa siempre con las ciudades muy antiguas, su origen es un merengue de leyendas y medias verdades que no hay quien desentrañe, pero que resulta la mar de entretenido.
De los pobladores más remotos casi no sabemos nada, y para encontrar alguna información tenemos que llegar a los layetanos, una tribu de origen íbero que asomó por la región y se quedó a ver qué tal. Es posible que llamaran «Barcinon» al lugar, y es posible que no. Pero por si acaso, Barcelona les ha dedicado una de sus calles principales: la Vía Laietana.
Más tarde, un par de siglos antes de Cristo, parece que se dejaron caer los cartagineses: Amílcar, Aníbal, y el clan de los Barca que tanta guerra púnica dio a los romanos. No está claro que se trajesen los elefantes, pero quién sabe si podría haber un parentesco entre Barca y Barça.
Naturalmente, Roma tampoco tardó en venir a plantar el estandarte: su «Barcino» parece otro antecedente del nombre actual, aunque tanto cartagineses como romanos pelean por el bautizo barcelonés con el mismísimo Hércules, que naufragó en estas costas a bordo de la Barca Nona, o novena embarcación. «Barcanona» sería el nombre que el lugar tomó en recuerdo del semidiós, y por supuesto, esa es la mejor versión de todas y, casi seguro, la verdadera.
A los musulmanes también les hizo gracia el sitio, ya ves. En 718 tomaron la ciudad y se quedaron en ella un siglo, día arriba, día abajo. Ya era la Edad Media, y Barna empezaba a prosperar; a hacerse más grande, más viva y más bella. El que hoy llamamos Barrio Gótico esconde edificaciones que, como la Catedral de Santa María del Pi, conservan cierto sabor medieval. Pero, volviendo a la prosperidad, nada bueno duraba mucho en aquellos tiempos: llegó 1333, a la hambruna se juntó la peste, y la mitad de la población barcelonesa acabó bajo tierra.
Ya sabemos que a la historia le encanta hablar de catástrofes, guerras y dramas. Pues también en la Edad Moderna tuvo Barcelona su ración: a comienzo del XVIII, las tropas borbónicas finiquitaban la Guerra de Sucesión tomando el Castillo de Montjuic e iniciando una dura represión para recordarle a la ciudad quién mandaba.
La fortaleza quedó vigilando el área del Eixample, o Ensanche, por donde volvió a crecer y desarrollarse la urbe. Su boyante burguesía pescó, ya en el XIX, una fiebre modernista que duró cuarenta años y salpicó la zona de joyas arquitectónicas que le aportaron identidad. La Pedrera de Gaudí, del también autor de la Sagrada Familia, no es mal ejemplo de las ganas de aquella clase social por darle a la ciudad un aire cosmopolita.
El caso es que lo consiguió, aunque la fama de las virguerías del Art nouveau acabó eclipsando otras cosas del XIX barcelonés; sin ir más lejos, la primera huelga de España, que tuvo lugar aquí en 1855. Pero entre movimientos obreros y burguesías sofisticadas fue pasando el tiempo, y Barna se plantó en plena Guerra Civil vestida de republicana. Tuvo que sufrir bombardeos y tuvo, otra vez más, que ponerse en pie a base de esfuerzo.
Finalmente, llegó el año mágico. En 1992, la ciudad cogió carrerilla y enseñó al mundo cómo se organizaban unos juegos olímpicos. Barcelona gustó, se gustó, y salió disparada hacia el nuevo siglo en la vanguardia mediterránea y europea. Y ahí, precisamente, es donde sigue.