Como sabes, en Europa no andamos escasos de impresionantes iglesias. Pues ninguna de ellas, a excepción de la basílica de San Pedro, en el Vaticano, recibe más visitantes que la que tienes delante de la nariz: el templo expiatorio de la Sagrada Familia, por llamarla por su nombre completo.
Su primera piedra se colocó en 1882, y Antoni Gaudí estaba allí. Pero invitado como un espectador más, porque el arquitecto encargado de la obra se llamaba nada menos que Francisco de Paula del Villar y Lozano. Había sido el elegido por Josep María Bocabella, promotor y responsable del proyecto, pero luego las cosas no fueron demasiado bien entre ambos y Bocabella, de profesión librero, le hizo una proposición a Martorell, otro arquitecto. Martorell la rechazó y dejó el camino libre a su ayudante Gaudí, por entonces un talentoso treintañero.
Así que Antoni, sin comerlo ni beberlo, se encontró de repente al mando de lo que iba a ser la obra de su vida. Empezó por cambiarlo todo, que para eso era Gaudí, y el proyecto pronto tuvo su sello. El de Reus partiría del neogótico para llegar a un estilo personalísimo, alejado de las recreaciones del pasado. Estilo que acabó distinguiéndole, también, del resto de arquitectos del modernismo.
Por muchos elementos genuinamente góticos que introdujera en el monumento, como pináculos, arbotantes, arcos ojivales o vidrieras, Gaudí solo se parecía a Gaudí. Y el siglo transcurrido desde entonces ha hecho que lo veamos todavía más claro, ¿no crees?
El arquitecto trabajó en la iglesia durante más de cuarenta años, y le dedicó en exclusiva sus últimos quince. Multiplicó sus esfuerzos y su presencia en la obra, siendo cada vez más consciente de que no podría verla concluida, porque terminar aquello, creía él, llevaría muchísimo tiempo. Qué visionario fuiste, Antoni…
Cambiando, rediseñando y redefiniendo todo según avanzaba la construcción, Gaudí decidió, sin embargo, dar cierta forma definitiva a sus ideas valiéndose de unas cuantas maquetas en yeso. Tras la muerte del genio, se hizo cargo de ellas su ayudante Domènec Sugrañes, quien quedó, además, al frente de las operaciones del templo.
Pero estaba la Guerra Civil a la vuelta de la esquina, y para celebrar su comienzo, qué mejor idea que plantar fuego al taller donde se guardaban las maquetas, junto a un montón de planos y esbozos legados por Gaudí para guiar a sus sucesores. Por suerte, no se carbonizó todo y pudo construirse una réplica de uno de los diseños, hoy expuesta en el museo de la basílica.
Hoy, bien entrado el siglo XXI, la Sagrada Familia sigue inacabada. Y hay quien encuentra la causa de tanta lentitud en que los fieles nunca han terminado de comprender bien el sentido de un templo expiatorio: porque claro, si se trataba de expiar los pecados haciendo donativos para la construcción, había que haber pasado por caja más espléndidamente y con mayor frecuencia. Así que ya ves: la culpa de todo este retraso también es del pueblo. Como siempre.