Subiendo por la Rambla hasta el paseo de Companys llegarás hasta el Arco de Triunfo; una expresión que hace pensar en campañas militares, invasiones, espadas, disparates y muertos por doquier. Pero mira, este arco, proyectado por el arquitecto Josep Vilaseca, es diferente; entre otras cosas, porque celebra otra clase de conquistas y otro tipo de victorias.
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Subiendo por la Rambla hasta el paseo de Companys llegarás hasta el Arco de Triunfo; una expresión que hace pensar en campañas militares, invasiones, espadas, disparates y muertos por doquier. Pero mira, este arco, proyectado por el arquitecto Josep Vilaseca, es diferente; entre otras cosas, porque celebra otra clase de conquistas y otro tipo de victorias.
Vayamos a 1888, con el exuberante modernismo mostrándose al mundo y la ciudad dando pasos de gigante hacia el futuro. La Exposición Universal de Barcelona les va a meter un par de marchas más a esos cambios, y el arco es construido para dar la bienvenida a las naciones participantes y servir de puerta de entrada, física y simbólica, al evento. Sus esculturas y relieves dejan atrás las glorias de la guerra y exaltan la sabiduría, las artes, la ciencia y el esfuerzo. Qué ocurrencia, ¿no?
De todas esas maravillas escultóricas se encargaron artistas que sobresalían en el modernismo barcelonés, en particular Josep Llimona, autor del friso situado en el reverso del principal, y que contaba con veinticinco añitos por entonces.
El caso es que, si observas con atención el monumento, sus treinta metros de altura y su delicado trabajo en ladrillo, quizá te llegue algo del aliento de aquella Barcelona que galopaba hacia el siglo XX alzando joyas de la arquitectura en mitad de la miseria de las barriadas obreras y de los estragos sociales de la industrialización.
Y es que resulta que no solo había luces y esplendor en la ciudad de entonces. Junto al brillo de Llimona y otras luminarias, estaban las tinieblas de una terrible pobreza que era común y que acabó afectando a la razón de Jacinto Verdaguer, figura de las letras catalanas, sacerdote y dueño de un temperamento sensible que le hizo vivir más crisis de las que aconsejaría cualquier vecino.
Verdaguer era confesor y protegido del marqués de Comillas, y repartía limosnas siguiendo sus órdenes. Al ser testigo de las espantosas condiciones de vida de buena parte del pueblo barcelonés, y según cuenta Robert Hughes, a su mentalidad no le quedó otra que responsabilizar del desastre a una o varias presencias diabólicas. Lo siguiente, claro, fue la práctica de exorcismos, la obsesión con la videncia, las sanciones de la autoridad eclesiástica y una dramática ida de olla de la que ya no consiguió recuperarse.
Pero oye, no te vayas a quedar con un sabor amargo mientras miras el arco. Arrancó con una celebración y también ha sido protagonista de acontecimientos festivos en tiempos recientes; por ejemplo, como meta de algunas de las carreras populares más importantes de la ciudad.