Bury al-dahab. Este es el nombre que los constructores dieron a la Torre del Oro cuando la levantaron allá por el 1220. A ella puedes llegar bordeando el paseo del Guadalquivir o culebreando por las callejuelas de la ciudad vieja de Sevilla. Esta segunda opción tiene la ventaja de que te deja ir reponiendo fuerzas en los locales que encontrarás en el paseo.
Pero vayas como vayas, al final llegarás a uno de los pocos restos de lo que un día fue la muralla árabe de Isbiliya, o sea, Sevilla. Con ella pasó lo que con casi todas las que había en las ciudades de Europa: en el siglo XIX, la población tuvo antojo de un ensanche y arrasó las antiguas fortificaciones, no muy apreciadas ni prácticas ya en aquellos días.
Una teoría estupenda sostiene que en su base se ancló una enorme cadena que cruzaba el Guadalquivir para cerrar el paso a posibles invasores. Pero con cadena o sin ella, la idea era defender el río, y no creas que a los árabes de la época les faltaban motivos para preocuparse de ese asunto. Desde lejanas tierras al norte habían llegado, por dos veces en el siglo IX, unos sanguinarios tiarrones con melenas amarillas, y aunque sus escabechinas debían de ser tomadas por leyenda en la Sevilla del XIII, el ejército rumí era un peligro de lo más real.
Aquellos cristianos se acercaban cada vez más, y harían falta torres, murallas y los helicópteros repletos de misiles que aún estaban por inventar, para detener su avance. El año y pico que duró el asedio ya da una idea de que tomar la ciudad fue terriblemente difícil, pero en 1248 acabó cayendo.
Quizá te estés preguntando si fue entonces cuando empezó a usarse la torre como almacén de oro. Pues sentimos decepcionarte… No fue entonces ni después, porque el nombre no le viene al monumento de haber guardado ningún tesoro, sino de los reflejos dorados que despide al recibir la luz del sol. El oro del Nuevo Mundo, en realidad, era descargado en la cercana Casa de la Moneda.
Y para ir acabando, contaros un par de anécdotas. La primera es que fue en este edificio donde el extravagante Pedro I el Cruel puso un pisito a Aldonza Coronel, una de sus muchas amantes, mientras mantenía a su mujer encerrada en un castillo de Ávila.
La segunda es que, durante el siglo XVIII, estuvo a punto de desaparecer dos veces: una por el terremoto de Lisboa, y otra porque a un marqués se le ocurrió que estaría bien derribarla para no tener que desviarse al dar sus paseos en coche de caballos. Una sólida y lógica razón, no vamos a negarlo. Menos mal que no le hicieron ni puñetero caso.