Si la pregunta fuera qué tiene que hacer una persona para convertirse en Duque de Ciudad Rodrigo, una de las posibles respuestas sería nacer en el Reino Unido.
Y esto no se debe a que no haya Historia, ni personajes, ni patrimonio en esta bellísima ciudad salmantina. Todo lo contrario; en todos estos ámbitos, y en algunos más, los mirobrigenses, rodericenses o civitatenses están más que servidos
Todo ello es fruto de una Historia tan larga en el tiempo como rica en personajes y obras. Así que, una vez más, lo mejor será comenzar por el principio…
Érase una vez una fértil llanura que hospedaba un río y éste se lo pagaba regando las tierras próximas. Gracias a esta simbiosis, desde la Edad del Bronce (o tal vez antes) encontramos los indicios de unos asentamientos que, desde entonces, se ha prolongado ininterrumpidamente.
Uno de los primeros en afirmarse en estas tierras fueron los vetones, un pueblo celta que nos ha dejado numerosos vestigios (entre ellos el famoso verraco que actualmente adorna la entrada al Castillo - Parador) y que allanó (al parecer no solo metafóricamente) el camino de llegada a la primera gran potencia: Roma.
Ésta trajo, además de la Pax Romana (paquete que incluía también su lengua, cultura y tecnología), las tres columnas, seguramente parte de un antiguo templo, que aún hoy pueden verse en una rotonda de la ciudad y que desde el Medievo aparecen en el escudo de la misma.
En una de ellas figura la inscripción “Miróbriga” por lo que se supone, aunque no está demasiado claro, que éste era el nombre con el que los romanos se referían a este enclave.
Con el paso del tiempo se fueron asentando en la zona nuevos pueblos y culturas; suevos, alanos, musulmanes y, finalmente, y abriendo la puerta a la Edad Media, los leoneses de Alfonso VI “el Bravo” que, tras arrasar cualquier vestigio musulmán de la zona, encargó al conde Rodrigo González la fundación de la ciudad que acabaría portando el nombre de su impulsor.
A partir de esta época la “Civitatem de Roderic” (es decir, Ciudad Rodrigo) comienza a lucir sus primeras galas que la convierten en una exposición viva de Historia del Arte; el supuesto Puente Romano (medieval casi en su totalidad), la muralla de la ciudad, el Castillo de Enrique II (ahora Parador de Turismo) o la preciosa Catedral de Santa María de estilo románico de transición al gótico son algunas de sus mejores muestras.
Los siglos siguientes no hicieron sino aumentar la importancia de la ciudad al convertirse en plaza fortificada frente al Reino de Portugal y, también, frente a los intereses de reyes y nobles ávidos de conquistas y poder, ¡más poder, más!. De esta época son los góticos y renacentistas Palacio de las Águilas, la iglesia del Cardenal Pacheco, el Ayuntamiento... por solo citar algunos. El catálogo es tan amplio como interesante y dejarse llevar entre sus calles y edificios es una estupenda y muy recomendable opción.
Sí, pero, ¿y lo del duque británico que mencionábamos al principio? os preguntaréis los más atentos. Pues bien, para ello hay que dar un pequeño salto que nos llevará hasta la década de 1810, en plena Guerra de la Independencia o guerras napoleónicas.
Como ya sabéis la importancia estratégica de la ciudad había crecido con los vaivenes dinásticos, revolucionarios, comuneros y fronterizos hasta tal punto que las murallas medievales fueron reforzadas, en pleno siglo XVIII, con una serie de baluartes en forma de diente de sierra y estrellados, lo más “High-Tech” de la época, militarmente hablando.
Conocedores de su estratégica localización y poderío defensivo, las tropas napoleónicas, al mando del mariscal Michel Ney, iniciaron entonces el asalto a la ciudad. Pero la resistencia de la villa se prolongó durante casi dos meses lo que evitó, al menos durante un tiempo, la ansiada invasión de Portugal por parte de la “Grande Armée”.
Y es que, en este país vecino, uno de los más victoriosos generales británicos se preparaba para la invasión-liberación-reconquista (llamadla como querías) de España. El general en cuestión se llamaba Arthur Wellesley y pasó a la historia con el nombre (y título) de General y Duque de Wellington.
Y fue precisamente este personaje quien invadió-liberó-reconquistó la ciudad en 1812 tras unos días de combates, en los que los franceses ya pensaban más en volver a sus fronteras que en defender plazas lejanas. Y así abrió camino a las tropas aliadas en su marcha hacia Badajoz y la meseta y, de paso, ganó el título de Duque de Ciudad Rodrigo, título del que aún disfrutan sus descendientes.