Casi todas las ciudades tienen un rasgo distintivo y el de Cáceres está bien a la vista: una colección de torres y casas medievales con la que pocos lugares pueden competir.
Todas esas piedras nobles se levantaron a partir de 1229, año en que los cristianos se hicieron con la plaza tras grandes esfuerzos. Pero la Historia cacereña no empieza en ese momento, claro. Los romanos ya habían plantado aquí un campamento trece siglos antes, construyendo sus calzadas y puentes y poniendo nombres en latín a esto y a lo otro.
Después, las cosas siguieron el orden habitual en buena parte de la geografía hispana: los visigodos echaron a los romanos, y pasados unos siglos llegaron los árabes a deshacer las maletas. Dominaron Cáceres hasta ese año que te decíamos: 1229. Entonces, la ciudad cambió de manos y empezó a cambiar también de cara. Era un lugar en el que las órdenes militares tenían mucho peso, así que los palacios de los caballeros y las torres defensivas brotaron como setas, y, al contrario de lo que suele ocurrir, llegaron a superar en número a las iglesias.
Judíos, árabes y cristianos pululaban por el Cáceres de la última Edad Media, y durante los siglos XIV y XV se iban a levantar la mayoría de edificios que le han valido a este casco antiguo la declaración de Patrimonio de la Humanidad. Los palacios de los Golfines, la Casa de los Solís o el Palacio de Carvajal están entre las orgullosas moles que los principales linajes de la época plantaron en suelo cacereño.
A todas esas construcciones entre lo gótico y lo renacentista, se unieron las numerosas torres que tanto gustaban a aquellos hombres de armas, y que han llegado a nuestros días desmochadas porque Isabel la Católica ordenó derribar su parte superior como castigo a los nobles de la ciudad. ¿Qué habían hecho? Pues apoyar a Juana de Castilla, alias la Beltraneja, en sus aspiraciones al trono. Lo del apodo tenía su aquel, porque se decía que su padre, el rey Enrique IV, era impotente y obligó a la reina a darle descendencia con la ayudita de su colega el duque Beltrán. Y de ahí lo de la Beltraneja.
En fin, que nos vamos por las ramas. Decíamos que las partes altas de muchos edificios señoriales fueron derribadas en aquellos tiempos. De hecho, solo hubo una torre, la de las Cigüeñas, que se libró de la mutilación. Pero, desmochados o no, los torreones de Cáceres forman un fantástico conjunto que da personalidad a la capital extremeña. Tampoco deberías dejar de ver los monumentos religiosos, como la Concatedral de Santa María, ni huellas árabes tan sorprendentes como el aljibe del Palacio de las Veletas. Y si además lo rematas con un paseo por el barrio de la Judería Vieja, pues mucho mejor. Que por algo es Patrimonio de la Humanidad desde 1986.