Si hubiera que hablar de uno solo de los muchos personajes históricos relacionados con el Real Alcázar, seguramente nos quedaríamos con Pedro I, que para unos fue el Justiciero y para otros el Cruel. Su carisma, sus extravagancias y sus fechorías lo convierten en una figura demasiado irresistible, qué quieres que te digamos…
Pero antes de que entrara en danza esa especie de estrella del rock medieval, el Real Alcázar no andaba falto de historias. Todo había empezado cuando Sevilla era Isbiliya y los árabes echaban el rato construyendo alcazabas y cosas por el estilo. A una primera fortificación del siglo X siguieron algunas reformas, algunas ampliaciones y, ya puestos, unos pocos palacios aquí y allá.
Del arte musulmán de añadir a los edificios defensivos patios y rincones para el placer y el buen vivir, sabía un rato el rey Al Mutamid. Él impulsó varias de las obras durante el siglo XI, y se pasó sus buenas horas entre los jardines, al arrullo de las fuentes y rodeado de huríes cantarinas que le inspiraban poemas y más poemas sobre las bellezas de este mundo. ¡Como para no entenderte, Al Mutamid!
Después, ya sabes, les llegó el turno a los cristianos, que disfrutaron de los alcázares tal cual los habían dejado los almohades hasta que fue Alfonso X y erigió, sobre 1260, el Palacio Gótico.
Solo un siglo después irrumpió en Sevilla Pedro I, que con su conocido gusto por la discreción quiso dejar huella en el complejo palaciego. Así que, al lado de la construcción de Alfonso levantó otra, pero por supuesto no iba a repetir estilo. Estamos hablando de un tipo que coleccionaba amantes en la Torre del Oro y que para no aburrirse retaba a duelo a cualquier caballero en sus correrías nocturnas. Así mandó al otro barrio a un noble, cuya familia exigió la cabeza del culpable. ¿Qué hizo el estrambótico monarca? Encargar un busto suyo y enviárselo a los parientes del difunto. Todo un alarde de humor negro, que encima acabaría dando nombre a la calle Cabeza del Rey Don Pedro.
Pero decíamos que estaba decidido a hacer su palacio en los Alcázares y, como le gustaba vestirse de árabe de vez en cuando, pensó en levantar uno de estilo mudéjar, por muy cristiano que él fuera. Dicho y hecho, Pedro dejó para la posteridad su copia de los viejos modelos musulmanes, pero no pudo disfrutar mucho de ella porque murió en 1369, pocos años después de terminarse la obra.
Dice la leyenda que Pedro, esta vez en su versión cruel, le cortó el cuello a su propio hermanastro por sospechar que se entendía con su esposa. La cosa tuvo lugar en la Sala de los Azulejos y cuentan que, si te fijas bien, todavía puedes encontrar la mancha de sangre sobre el mármol. Si te animas a buscarla nos dices donde se encuentra…