A todo castillo impresionante corresponde una historia impresionante y el Alcázar de Segovia no es una excepción. Te habrás cansado de oír eso de que, desde cierta perspectiva, parece un barco varado, así que lo vamos a decir ya y nos lo quitamos de en medio: el alcázar parece un barco varado.
No es que una ciudad con un acueducto como el segoviano estuviera necesitada de otro símbolo, pero el caso es que lo tiene. Y todo empezó, precisamente, con unos cuantos miles de piedras que a los romanos les debieron de sobrar en su famosa obra de ingeniería. Parece que con ellos construyeron una fortaleza en este lugar, y ya se sabe que, en cuestiones de fortalezas, el que viene después aprovecha siempre lo que dejó el anterior.
Así que también los árabes, y después los cristianos, tuvieron aquí un señor castillo al que se dieron los últimos retoques durante la segunda mitad del siglo XVI, o sea, cuando Felipe II sostenía la bola del mundo en la palma de la mano.
Para entonces, estos contundentes muros ya habían sido residencia de reyes y habían visto muchas cosas: en el siglo XIII, a Alfonso X se le ocurrió aquí poner en duda la perfección de la creación divina, diciendo que los resultados habrían sido mejores si Dios le hubiese consultado. Dice la leyenda que un rayo cayó de inmediato sobre una de las torres, que se desplomó estrepitosamente y animó al buen Alfonso a salir pitando a confesar su pecado de soberbia.
En 1474, Isabel la Católica fue proclamada reina de Castilla en lo que ya era más un suntuoso palacio que una fortaleza defensiva y que casi cincuenta años después sería de nuevo escenario principal, esta vez en la sangrienta bulla de los comuneros.
Los leales al joven Carlos V resistieron en el alcázar, mientras los sublevados se cargaban la catedral vieja porque les estorbaba en su intento de tomar la fortificación. No lo consiguieron, aunque el asedio duró meses de cañonazos, lluvias de flechas y muertos amontonados tanto arriba como abajo. Hubo también salidas relámpago de los asediados al campo, por la parte de atrás, no para huir a ninguna parte, sino para echar el guante a algún ganado que meter en las murallas y poder aguantar un poco más.
La moneda acabó cayendo del lado de Carlos, un veinteañero al que le faltaba tiempo para decir aquello de que hablaba en italiano con los embajadores, en francés con las mujeres, en alemán con los soldados, en inglés con los caballos y en español con Dios.
El museo que hay actualmente en el alcázar te cuenta historias como éstas y otras relacionadas con el Cuerpo de Artillería del Ejército. Pero ya que estás dentro, aprovecha para ver el Salón del Trono, la Armería, la Torre de Juan II, la Sala de los Reyes y las demás estancias de uno de esos lugares atiborrados de imponentes sombras del pasado.