Murcia es un sitio con una historia bastante peculiar. Tuvo sus días de vino y rosas en el siglo XVIII, y bien que se nota en sus brillantes edificios barrocos. Eso fue hace relativamente poco, y para entonces la población ya había recorrido un trecho a través de los tiempos.
¿Había sido muy largo ese trecho? Pues se sabe que el emir Adberramán II fundó la ciudad en el 825, y que su intención era poner un poco de orden en una zona que siempre había dado problemas a los ejércitos del Profeta. Pero se sabe también que aquí habían existido asentamientos desde mucho antes, y que tanto iberos, como romanos, como visigodos, se habían tomado más de un café en este lugar.
Así que, como ves, la cosa depende de la perspectiva. Lo que sí podemos asegurar es que el nombre de Mursiya, que con el tiempo y una caña se convertiría en el que ya conoces, fue cosa de Abderramán.
A los árabes se les acabó la fiesta en 1266, con la definitiva ocupación cristiana de Murcia y su incorporación a la corona de Castilla. Esa corona la ceñía en aquel momento Alfonso X el Sabio, quien mantuvo siempre una especial unión con la villa y cuyo corazón reposa, literalmente, en el interior de la catedral murciana. La intención del monarca, según parece, era que fuera enterrado en Tierra Santa, pero por esas vueltas que da la vida no resultó posible.
La Edad Media dejó en la ciudad, entre otras cosas, vestigios de las murallas árabes y una catedral iniciada en el siglo XIV a la que se añadirían, claro, nuevos elementos con el tiempo y las modas. Después, Murcia resistió como pudo guerras y epidemias de peste, y finalmente alcanzó, como te decíamos, el que iba a ser su esplendoroso siglo XVIII.
El apoyo murciano a los Borbones en la Guerra de Sucesión trajo vientos favorables a la ciudad, y una prosperidad económica y cultural que dejó multitud de iglesias, monasterios y palacios barrocos que hoy forman el grueso del patrimonio artístico de la capital.
A todo eso no fue ajeno el conde de Floridablanca, un ilustrado que se ganó el favor de Carlos III y desde tan alta posición favoreció a su ciudad natal promoviendo infraestructuras y mejoras. Tras una vida política bastante agitada, con atentado frustrado y paso por la cárcel incluidos, el conde volvió a su tierra y levantó, por supuesto, una mansión palaciega. La puedes visitar, pero ya no quedan condes en ella, sino los huéspedes del hotel que es hoy en día. Eso sí, en su recuerdo podemos darnos un paseo por el parque de Floridablanca.